viernes, mayo 23, 2008

CUANDO DESPERTÓ, EL DINOSAURIO SEGUÍA ALLÍ


Últimamente no dejo de pensar en Huevo. A todas horas. Obsesivamente. Supongo que tiene sentido que piense en él y no en otro. Pero nunca me había pasado hasta este punto. Soy como una quinceañera atontada. Cosas de las hormonas, supongo.


El caso es que, desde hace tiempo, he visto mermada mi capacidad para escribir. Y la culpa es de Huevo. Está en mi cabeza, pero me obsesiona no poder escribir nada sobre él. Podría decir mil cosas, como que me ha regalado una rana. Eso ya dice mucho de por qué le quiero. No podía ser de otra manera. Sin embargo, cuando intento plasmarlo, caigo en las frases hechas. Repito las metáforas y cursilerías que ya se han escrito mil veces. Palabrería. Soy una factoría de palabrería.


Intento buscar otros temas, pero ya nada es tan intenso como esto. El amor. Tan manido. Tan aburrido. Eso de intentar contarle al mundo lo que sientes cuando todo el mundo ha vivido o leído o escuchado mil historias como la tuya. Apesta.


Así que me doy por vencida. Ya van más de tres años y la cosa no mejora. Al contrario, va a peor. A veces tengo miedo de que, si esto sigue así, llegará un momento en que caeré en la tentación y lanzaré al mundo toda la basura emocional que lucho por contener. Diré cosas como "late mi corazón", "eres lo mejor que me ha pasado", "daría mi vida por ti". Y ya no habrá marcha atrás.


Por eso he decidido escribir las líneas definitivas. Mi primer y último escrito de amor "autobiográfico":




Ella abrió una bolsa de Matutano, y ahí estaba él. Sonrió y la regaló una rana. Y ella no tuvo más remedio que quererle hasta que se hicieron viejitos. Ahora pasan sus días flotando juntos, de la mano. Y no se puede ser más feliz.