martes, febrero 12, 2008

Mi pequeño hogar para perdedores


Hace tiempo decidí crear un hogar para perdedores. Al principio los recogía en parques, tugurios y en los anuncios clasificados de los periódicos. No tardaron mucho en llegar por su propio pie, guiados por ese instinto natural para el fracaso que nos caracteriza. Así que pronto tuve un numeroso ejército de desgraciados. No teníamos mucho espacio, por lo que tuve que descartar a los aquejados por una mala suerte pasajera y quedarme sólo con aquellos en cuya cuna, al nacer, se había posado la derrota.

Formábamos, contra todo pronóstico, un grupo bastante feliz: nadie tenía desdichas mayores que las de su vecino, por lo que carecía de sentido contarlas o regodearse en ellas. Los juegos duraban tanto como queríamos debido a nuestra incapacidad para ganar.

Mi función allí era muy simple: curaba sus heridas, les arrullaba si no podían dormir y les contaba un cuento cada noche. Jamás les consolaba. No era eso lo que venían buscando y, en cualquier caso, no es algo que yo hubiera podido darles.

Reconozco que debí darme cuenta. Era tan feliz con mi pequeño hogar para perdedores que no reparé en el cambio que se iba produciendo. Sé que soy la única culpable, que debí preveer las consecuencias. Y no hay día que no lo lamente. Así que no me detendré en describir mi sorpresa cuando una mañana encontré a mi ejército reunido con sus mejores galas y el equipaje preparado. Comprendí por sus caras que estaban dispuestos a comerse el mundo. Y el olor de mi miedo se mezcló con la peste a catástrofe.

Tanto tiempo sin fracasar les había creado la falsa ilusión de que se habían curado. Se veían capaces de enfrentarse al mundo y triunfar en él. Yo misma, tratando de enseñarles a llevar su condición con orgullo, les había convertido en algo mucho peor: perdedores con ansias de triunfo; animales sedientos de un éxito que jamás conseguirían.

Por orden, como en un ritual, me besaron en la frente y salieron por la puerta. Sólo uno se quedó a mi lado. Juntos, desde la ventana, les vimos correr hacia su nueva vida. Uno a uno fueron tropezando y cayendo. Algunos no se levantaban. Otros aullaban como animales heridos y corriean a esconderse. Por un momento había pensado que, tal vez, lo lograrían. Pero entonces, viendo aquel patético campo de batalla, supe que ninguno volvería jamás a mi lado. u recién adquirido orgullo les llevaría a cualquier lugar lejos del mundo. Lejos de mí.

Lloré con todas mis fuerzas por mi pequeño batallón de perdedores, y entonces recordé a aquel que segía a mi lado.

-¿Por qué no te fuiste con ellos?- Pregunté. Y ese tipo al que cada noche desde hacía años había leído cuentos para dormir, me acarició la cabeza y dijo: -Pensé que merecías que alguien te abrazase cuando volvieras a fracasar.