jueves, abril 24, 2008

Y OTRO PAQUETE QUE SUELTO.




Antes de empezar a escribir sé que ésta va a ser una actualización larga. Porque lleva meses rondándome la cabeza y porque creo que merece la pena. Porque por una vez no voy a hablar de mí, ni de banalidades, ni voy a hacer chistes fáciles ni frases inconexas.


Llevo tiempo queriendo escribir sobre la gente que hace que me quite el sombrero, pero nunca he sabido por dónde empezar ni cómo hilarlo, así que recurriré a la escritura automática.


Ya sé que dije que no iba a hablar de mí, pero necesito una introducción, y ahí va:

Me llamo Lucía y soy optimista. Respeto a los pesimistas. Pero no soporto a los quejicas.


Me explico: Puede que seas feliz. Puede que intentes serlo y no lo consigas. Puede que no te interese lo más mínimo ser feliz. Pero odio con todas mis fuerzas a los que se dedican a llorar en público y no mueven un dedo por solucionar sus problemas, si es que los tienen. Me parece egoísta. Me parece despreciable. Me da asco.


Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que como hay niños que se mueren de hambre no podamos llorar por lo que nos dé la gana. Cada uno tiene su rasero y lo que para unos es una tontería para otro es un mundo, y todos deberíamos respetar eso. Pero no puedo con esos aires melancólicos, esos suspiros, esas miradas perdidas y esos “tranquilos, no es nada, se me pasará”. Ese jugar a que tenemos unas vidas totalmente miserables y el cruel destino se burla de nosotros. Siempre pienso en la canción (“no te preocupes por aquella chica, todo es mentira, está actuando. Hoy le tocaba el turno a Janis Joplin y ella es esclava de su papel”). Porque lo siento pero no me lo creo. Supongo que todos sabéis a qué me refiero, y no creo que tenga que matizar para evitar herir almas susceptibles.


Pero yo no quería hablar de esto. Quería hablar de que para mí, ser optimista es una obligación. No una obligación en general, sino una obligación conmigo misma. Una autoobligación. Porque cuando el mundo se me cae encima por una rabieta miro a mi alrededor y veo a 20 personas a las que yo debería estar consolando, y no al revés. Porque a veces no me puedo creer la suerte que tengo y me da miedo pensar que no está en mi mano conservarla. Porque hay gente que me hace quitarme el sombrero una y otra vez. Gente que no merece mi compasión, sino mi respeto. Por echarle un par.


Suele decirse que cuando tocas fondo sólo te queda subir. No conozco a mucha gente que haya tocado fondo, la verdad. No por falta de motivos, sino porque han hecho todo lo posible por no llegar nunca a hundirse del todo. Y sin embargo sobran los que se dejan caer y esperan a que el resto les infle el ego para mantenerse a flote. Pues por mí que sigan bajando. Yo me quedo arriba.
Y al final no he escrito nada de lo que quería y he hablado de mí todo el rato. Y de lo que quería hablar es de todas esas personas que se me vienen a la cabeza ahora mismo. Personas con las que nos cruzamos a diario y cuyas miserias ni nos imaginamos. Una lista demasiado larga de gente a la que se le ha jodido la vida en un segundo. Pero jodido de verdad. Y sin embargo, los que aún pueden, lo han aceptado y han decidido vivir con ello. Y si tienen que pedir ayuda, la piden. Y si tienen que llorar, lloran. Pero todo ello en bajito y con la cabeza bien alta.

Porque hay que ser muy tonto para querer dar pena.